martes, 24 de febrero de 2015

Trilogía Final

"Mujeres con pájaros"
WALASSE TING

I - EN MI PECHO ANIDABAN ALONDRAS                   


Creo que todo comenzó aquella vez que mi temperatura llegó a 39. Parece que mis arterias se engrosaron y mi sangre se endulzó. Cuando acudí al médico y me preguntó los síntomas le dije que en mi pecho anidaban alondras, que yo sentía su aleteo y su canto. Le dije que al principio fue una, sólo una; que entraba y que salía por el hueco de mi oído, que deambulaba solitaria, y transportaba vaya a saber qué.
Pero claro, no me comprendió. Desconcertado llamó a su colega quien de inmediato, también quiso conocer mis síntomas. Entonces le conté de aquel día que mis poros se agrandaron, es más le expliqué que seguro fue cuando llegó ella, intentando pasar desapercibida para no ser descubierta, pero yo estaba atenta, y a pesar de su sigilo igualmente la sentí. Sé que permaneció por meses en ese nido que yo había intuido estaban gestando en mí. Le repetí que yo sentía sus movimientos y que recuerdo perfecto cuando una nueva voz comenzó su piar.
Sin embargo, a pesar de mi esfuerzo por ser clara y precisa, este médico tampoco comprendió. Juntos resolvieron que sería un desprestigio dar crédito a semejante locura. Así que con la mejor cara de científico afianzado en su supuesto saber, y mucho antes que yo tuviera oportunidad de hacer pregunta alguna, anticiparon un diagnóstico: “usted no tiene nada”, “a lo sumo se trata de estrés o puro cansancio”. Desconfiada, me marché.
Pasaron unos meses hasta aquel día en que el sol amaneció redondo y caliente como esos platos de sopa que supe tomar en mi niñez.
Mi cuerpo por un instante se puso aún más febril y algo se arremolinó en mi interior. Mi corazón comenzó a latir con fuerza y me estremecí.
Sentí nuevamente ese aleteo del que le había hablado a los médicos y con el que pretendí convencerlos de lo que, para entonces, parecía que sólo yo podía comprender; pero esta vez era muchísimo más rápido e intenso.
Un sonido estremecedor me ensordeció. Entonces, un impulso incontenible me llevó a abrir de par en par las ventanas. Y no sabría decir cómo pero, cuando absorta levanté la mirada, mi cielo estaba lleno de alondras.
Sí, estoy segura; fue justo en el instante en que mi pecho explotó.

                                                                                                                     
Klimt
II - LA MUERTE GENEROSA                                                  

Me dijo que nuestro amor ya nunca volvería a ser el mismo. Que lo supo aquella tarde en el hospital cuando vio a ese hombre que yacía en la cama agonizante.
Me dijo que una mujer tomaba su mano y sollozaba un te amo constante, casi eterno; que lo acariciaba una y otra vez, lentamente, como si esa lentitud aletargara el tiempo; que lo miraba profundo, que intentaba penetrar en sus ojos pero que ellos permanecían irremediablemente cerrados; que acompañaba su respiración, que tomaba su bocanada de aire como si fuera propia y luego, juntos, exhalaban una larga congoja.
Me dijo que ella permanecía sentada, con la mirada fija, casi inmóvil; que de haber sido una pintura de Klimt podrían haber continuado así, para siempre.
Me dijo que supo que nosotros jamás podríamos igualar eso. Y que ésto sólo lo sintió, pero cree estar seguro que en ese cuarto atemporal sólo la muerte se movía; se acercaba, intentaba tomar a ese hombre que su esposa no soltaba. Pensó que tal vez ante tanto amor, ella (la muerte) quiso ser generosa y cuando la respiración sobresaltada de él se volvió serena, se retiró a esperar.
Parece que decidió respetar ese silencio que sólo saben derramar las almas cuando aman y sufren, y que les permitió pertenecerse el uno al otro, como siempre, por un rato más.
                                                                                                                        

Baila bajo el agua
Charo Martin Mejías
http://mejias.artelista.com/
III - EL ÚLTIMO TRANCE

Flotaba. Mis ojos miraban mi interior. Sin embargo, veía ese sector de nubes ubicadas justo por encima de mi cabeza. Estaban sobre mí en mi cielo, y pasaban lentamente. Una tras otra, formaban hileras; se inflaban. Adulteraban su personalidad transformándose en flamantes rosetas de maíz, tiernos pochoclos. Mi cielo se endulzaba.
Flotaba. Mis piernas descansaban unidas, casi pegadas, y aunque mis ojos continuaban cerrados, yo alcanzaba a ver las uñas de mis pies coloreadas con ese barniz negro que tanto me gusta (al notarlo, quedé satisfecha). Mis pies eran delgados, mis dedos parejos (me gustaban mis pies). Formaban una escalera que invitaba a trepar, vaya a saber dónde y a quién.
Flotaba. Mis brazos se abrían cual Cristo crucificado. El agua me sostenía. Yo descansaba sobre ella, o tal vez era ella la que descansaba por debajo de mí. Mis pensamientos se detenían. Pero mi mente, rebelde y traicionera, aún inquieta, insistía en reparar en ese líquido cristalino. Le adjudicaba cientos de colores.
Flotaba. El sol posaba su lengua de fuego sobre mi piel; y perverso (o tal vez generoso) lamía aquellas partes mías, que permanecían en la superficie. Mis sentidos se exaltaban. Por escasos instantes creí haber percibido que toda yo, era sentidos.
Flotaba. Y en esa danza, serena y enigmática que mantuvimos a solas la naturaleza y yo, fui música y, a la vez, silencio. Fui ritmo, calma, día y, a la vez, fui noche. Luego, mi cuerpo perdió ese preciado y circunstancial equilibrio; me hundí, caí en el fondo. Sobresaltada, abrí mis ojos: unas cuantas burbujas ascendentes me hicieron comprender  que mi respiración ya no me pertenecía. Mis piernas se esforzaron en un pataleo absurdo, y aún creo recordar ese instante en el que, por última vez, vi mis uñas perfectamente pintadas con ese barniz negro que tanto me gusta


Stella Maris Riera, Argentina (1958) - Psicoanalista - Contadora de Historias 
Trilogía Final: Premiada y Publicada en Antología "Letras Argentinas de Hoy 2014" 
Edit. De Los Cuatro Vientos



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